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EL JUGADOR

HISTORIA DE SU ÚLTIMO ENFRENTAMIENTO
 
Llevaba ya unas semanas con la idea en la cabeza. Se había sentido atraído por ella desde el primer día que entró en aquel antro y la vio. O eso creía él. Que esa era la primera vez que la veía. En realidad, la había visto mucho antes pero no se acordaba ya. Este olvido formaría parte del misterio que se le presentaría a lo largo de esas semanas de su vida que aquí se relatan. Quizá verla en el antro, fue sólo la toma de consciencia. Y ella llevaba buceando en las profundidades de su mar mental por mucho tiempo. Hasta que ahora, por primera vez, salía a la superficie. Sea como fuere,  ya no sería capaz de volver a pasar a su lado sin mirarla.

También es cierto que en esas semanas, durante las que no dejó de frecuentar el antro, no siempre la miró del mismo modo. Al principio, le bastaban miradas fugaces, de reojo, con un interés que parecería más bien superficial. Pero no lo era. Se trataba simplemente de una primera fase. De largas distancias y grandes pausas. De baja resolución espacio-temporal. Una fase cuyo objetivo sería captar las generalidades, los rasgos prominentes. Prominentes para él, es decir, para sus intenciones, sus deseos y sus necesidades.


No le interesaban los detalles. Todavía. Esta información de baja resolución le daría una idea sobre algunas de las cualidades de ella, como el carácter o la belleza. Algo abstracto. Conceptos. Una estructura que soportaría el conocimiento que estaba por recolectar en fases posteriores.

Durante esos vistazos que duraban escasamente unos segundos, ella protagonizaba el escenario de aquel teatro interno que llamamos mente. Hasta que, indefectiblemente, irrumpía en escena otra nueva función, dando por finalizada la anterior. De forma brusca. Cayendo en el olvido la primera, la que nos concierne hoy y aquí.
 
 

Y pasaban los días hasta que se volvía a topar con ella, la protagonista, allí en aquel tugurio. Sólo su encuentro, su visión en vivo, era capaz de activar el mecanismo que abría el telón y la situaba a ella en escena. Hasta el momento, su cuerpo, el único espectador de tan anárquico teatro, sólo programaba esta función ante su percepción directa.


Cada función iba a ser más larga e intensa que la anterior. Con un guion más detallado. Y cada vez iba contemplarla de manera más concentrada, más atenta.

Fue un martes el primer día que la vio sin estar ella delante. Él estaba en otro lugar, hablando de otras cosas con otras personas, cuando ella saltó a su mente. La función daba comienzo a puerta cerrada. A diferencia de en todas las ocasiones anteriores, en las que se requería su visión directa, ahora el estímulo desencadenador venía de adentro en vez de afuera. Si antes sus ojos eran el director de la obra, ahora se desconocía director. La visión no era tan nítida y la sucesión de escenas puro capricho. Una suerte de improvisación. Era ver sin mirar. Una ensoñación.

Fue entonces cuando le recorrió la sensación que mencionábamos antes. De que, en realidad, ella llevaba allí, en su mente, mucho más tiempo del que él era consciente. Escondida entre bambalinas, esperando su momento para salir a escena. O quizás fuese él, que no había estado preparado para verla hasta ese mismo instante. Quizás ella ya hubiese salido a escena pero él no estuvo atento. Pendiente de otros protagonistas. Mirar sin ver, lo opuesto a una ensoñación. La sensación de ser una vieja conocida para él, desde luego, era algo muy real, sea lo que sea que esta palabra signifique. 
 
 
Tampoco era este asunto una obsesión precisamente, como demostró el hecho de que, nuevamente, volviera a olvidarse de todo. No era una función que destacara especialmente sobre el resto. Aún tendría que verla una vez más…

Y esa vez sería muy distinta. Sobre todo por las consecuencias que traería. Como otra parte más del misterio que mencionamos al principio, se desconoce por qué, precisamente esa vez y nunca antes, ella se mostró ante él en todo su esplendor. Con toda la exuberancia que sólo la naturaleza desnuda puede alcanzar. Como un golpe de brisa fresca lo sacó de su letargo, secuestró su atención y le dejó preguntándose cómo coño era posible haberse cruzado antes con semejante maravilla sin siquiera haberse percatado. Cómo, aun después de ser consciente, todavía fueron necesarias dos semanas de ceguera selectiva para llegar a esta revelación.
 
 

Y en ese momento se rompió el equilibrio. El paisaje se derrumbó y cayó obsoleto en un instante. Y un paisaje totalmente distinto emergió de entre sus ruinas para sustituirlo. Un nuevo equilibrio habría de alcanzarse, dejando la expectativa de un interesante período por delante.

Automáticamente, sus depósitos comenzaron a llenarse del mejor de los combustibles. Aquél del que se alimentan científicos y artistas: la curiosidad.

Y allí mismo se abría, como agujero en el suelo, todo un misterio mucho más profundo de lo que él mismo reconociera en un principio. Habría que separarse lo suficientemente lejos para entenderlo. Tanto en el espacio como en el tiempo. Sin saber por qué, se había liberado en él un comportamiento que se retroalimentaba. Un proceso que, inexorablemente, lo traería de vuelta, un día tras otro, a ese particular antro para entender alguna nueva cosa sobre ella.

La próxima vez que regresó al tugurio, ya esperaba encontrarla allí de nuevo. Tenía ahora preguntas que contestar. Ya no sólo generalidades. El interés era genuino. El asunto algo personal.

Rápidamente la localizó, allá donde solía sentarse, y estaba sola. Se acercó a una distancia prudencial, que le permitiera ver detalles pero también verla entera. Y ahí se puso a contemplarla en silencio. No le apartó la mirada en un buen rato. Como una sonda en misión exploratoria acaparaba el máximo de información. Pero a distancia, sin interactuar.

Cada vez le parecía ella más interesante, cada vez más un misterio por resolver. Pero, aunque otros amigos y amigas ya la conocían, nunca quiso preguntarles nada. No quería prejuicios que pudieran moldear su conocimiento sobre ella. Porque la percepción es perezosa y siempre busca confirmar las cosas que ya sabe antes que descubrir otras nuevas. Y puede ocurrir que se acabe construyendo todo un edificio entero sólo para darse cuenta, demasiado tarde, de que los cimientos son dudosos. Él quería construir ese edificio desde cero.

Tarde o temprano, tendría que dar un siguiente paso para avanzar en el misterio acerca de ella, aunque aún no estaba preparado para la proposición. “Jugaremos esa partida algún día, sin duda”, se decía. “Nos enfrentaremos, pero quiero asegurarme de estar a la altura, para disfrutar y extraer todo el jugo”. Y esa fue su declaración de intenciones, de deseos quizás, o quién sabe si incluso de necesidades. Lo que, irremediablemente, le haría volver una y otra vez.
 
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Por supuesto, él había estado jugando desde que llegó… No puedes aparecer por un nuevo garito y enfrentarte de primeras a un pez gordo. Ella era un pez gordo en ese local. Y aún menos cuando vienes de jugar con otras reglas. Escritas o no escritas, las reglas son una limitación determinante. De sus restricciones emergen las jugadas. Una jugada determinada puede hacerte ganar una partida en un sitio o momento concretos, y no valerte para nada en otros. Si las reglas varían mucho entre dos sitios, casi se puede decir que se está jugando a otro juego. Él hacía tiempo que no salía de su local favorito. Se había acomodado. Como en las otras piezas del misterio, no sabría explicar claramente qué lo había traído ahora hasta aquí.

Cuando llegas a un nuevo lugar, tienes que educar a todos tus sentidos hasta que sean percepción. Mirar hasta ver, escuchar hasta oír, olfatear hasta oler, tocar hasta sentir, degustar hasta saborear. Adaptarte hasta que te desenvuelvas en ese ambiente como si fuera tu segunda piel. Hasta que seas capaz de predecirlo y las sorpresas aparezcan allá donde las esperas.

Así que para eso había estado jugando todo lo posible. Siempre eligiendo adversarios asequibles. El garito tenía una sala de apuestas y allí se podía ver lo difícil que era ganar a uno u otro en función de cómo se pagaran éstas. Era un método fiable para decidir a quién enfrentarse. Aunque a veces fallara estrepitosamente. De cualquier modo, él lo utilizaba como referencia y luego lo ajustaba basándose en su experiencia. Al jugador le gustaba observar a sus potenciales rivales y sacar sus propias conclusiones. A veces le bastaban unos minutos antes del enfrentamiento. Otras, como se ha podido comprobar, se tiraba días de observación concienzuda. “Muchas veces te equivocas, pero observando se aprende mucho”, decía.

Para su preparación, había estado eligiendo enfrentarse en partidas que lo colocasen como perdedor pero no más de un 2 contra 1 o un 3 contra 2. Enfrentarse a ella, la protagonista, a día de hoy, suponía un 15 contra 1. Una derrota prácticamente segura. Inasumible para sus intenciones (deseos y necesidades). Había un largo trecho por recorrer.
 
Aunque parezca contradictorio, lo bueno es que él era aquí un novato.  Eso siempre se traduce en un alto potencial de mejora. Venía de un sitio en donde se pagaba muy poco por su victoria, donde podía considerársele un pez gordo. La gente de un mismo sitio acababa jugando de la misma manera. Es una adaptación evolutiva. Mientras no cambie el entorno… Por suerte, las reglas de su garito no eran radicalmente distintas a las de éste y era muy optimista en poder transferir aquí, con pequeños ajustes, algunos de los trucos aprendidos allí.
 
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Toda su vida fue un jugador. Le gustaba decir eso sobre sí mismo. Que aunque empezó con 13 años, el germen ya venía en su ADN. Como una especie de predisposición. Creía que la esencia, lo que verdaderamente subyacía a esta pasión por el juego, era el gusto por manejarse en la incertidumbre. El juego fue la opción a la que le condujo la azarosa vida. Una opción, de entre otras tantas, que le permitía navegar en ese mar revuelto, a base de diagnósticos y pronósticos.

No hay que confundir la incertidumbre con el azar, no obstante. Como dicen por ahí, los extremos se tocan. Y si no hay nada más aburrido que la certeza completa de lo que va a pasar, la aleatoriedad total, que todos los posibles resultados tengan las mismas probabilidades de ocurrir, es igual de aburrida. Igual de simétrica. Igual de ordenada. En los sesgos está lo interesante. En las imperfecciones. En la existencia de puntos débiles. Eso te da una ventaja a la hora de predecir, un dado cargado.

La vida es elegir. Y para una buena elección hay que disponer de buena información, de información fiable. Por eso se dice que la información es poder. Porque te permite tomar mejores decisiones. Constantemente, tomamos decisiones basadas en ese dado, peor o mejor cargado, que es la información.
 
 
 
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Ya sí que no había día que fuese al garito y no pasase un tiempo observándola. Entre partida y partida. Desde fuera podía parecer que sus observaciones eran caóticas. A veces observaba el todo, otras sólo partes concretas. Se movía por toda la sala buscando la mejor perspectiva, el mejor punto para sintonizar sus frecuencias. Aquéllas por las que ella emitía la información que a él le interesaba. De este modo, fue captando algunas de sus sutilezas, algunos de los detalles que completan el todo, algunos de los detalles que la diferenciaban del resto.


Y se iban despertando sentimientos en él. Que no eran nada que tuviese por qué provenir del corazón, sino una forma de percepción interna. Cualitativamente distinta a las externas. Había en ella aspectos que parece conociera de toda la vida, los cuales le sugerían familiaridad y confianza. Partes accesibles que admiraba y podía compartir con otros. Y aspectos más inaccesibles que no acababa de entender, que se sentía incapaz de explicar y que le intimidaban y producían desconfianza. Estos últimos los percibía, además, con menor nitidez. Como si no fuese capaz de sintonizar correctamente, como si le llegase la señal  con interferencias.



 
Finalmente, un día comprendió que ya era suficiente. Ya no tenía sentido seguir con la pura contemplación. Era el momento de pasar a un plano más íntimo. Se precisaba interacción. Un intercambio. Acción-reacción. Ahí es donde uno conoce y se conoce. No sólo por lo que pregunta sino, también, por lo que responde…

Sabía que ese encuentro le iba a cambiar pero no tenía ni idea de en qué dirección. Podía imaginar mil escenarios distintos. Casualmente, cuando se iba de la sala, miró de reojo el tablón de apuestas y leyó que la de ella contra él estaba 5 a 1.

No quería planearlo con exactitud, cualquier día de esa semana podría ser el bueno.  Ella estaba disponible gran parte del tiempo últimamente. Cuando llegase el momento, simplemente él lo sabría. Se conocía bastante a sí mismo en este sentido. El jueves, cuando entró por la puerta a primera hora ya lo supo. Jugó, aun así, algunas partidas para asegurarse. Partidas fáciles. Que le dieran vencedor al menos por 5 a 1. Su confianza subió a niveles por encima de lo normal y se fue directo a por ella.

Para su sorpresa, la vio distinta. Como si, durante esas semanas, hubiese desarrollado algún tipo de habilidad inconsciente que ahora le permitía leer mejor todo lo que su lenguaje corporal revelaba. Y entonces, minutos antes de enfrentarse, entendió aún nuevas cosas sobre ella. Y se preguntó cómo no las había visto antes. Algunos días se había tirado casi media hora mirándola y ahora, en sólo unos segundos, descubría nuevos secretos. Sobre esa sensación de cosas ocultas saliendo a la superficie, se imponía cada vez con más fuerza, la hipótesis de la ceguera selectiva. Del mirar pero no ver. O más exactamente, del mirar a los sitios equivocados sin entender que lo interesante se estaba desvelando justo al lado. Y se preguntó si el conocimiento no sería simplemente aprender dónde mirar. Entender qué frecuencias sintonizar y cuáles son una mera distracción. Que el conocimiento no es un conjunto de datos que se almacena y se procesa a posteriori. Que no hay ningún algoritmo que desarrollar para acceder a información más procesada, más útil. Que toda la información, la útil y la inútil, está ahí desde el principio, sólo hay que entender cómo encontrarla.

Así que se situó frente a ella. Lo más cerca que había estado nunca. Se había estado trayendo su mejor calzado desde el lunes. Plantó el tapete sobre el polvo. Secó sus manos. Y todo comenzó.

Tenía el nerviosismo lógico de alguien que se ha estado preparando para una cosa durante largo tiempo. Pero no se dejó caer en ningún círculo vicioso de pensamientos negativos y acometió el enfrentamiento con ganas de victoria y curiosidad. Curiosidad por ver si se resolvería el misterio, o al menos parte de él, en esa partida.

Como en el ajedrez, aquí también se dice que los mejores jugadores son los capaces de adelantar o prever un mayor número de movimientos seguidos. No en vano, los primeros ordenadores que superaron al hombre fueron diseñados para calcular un enorme número de potenciales jugadas a través de la fuerza bruta. El ajedrez permitía esa táctica, el número de alternativas no era excesivo como en otros juegos. En cambio ahora, se habían desarrollado nuevas inteligencias artificiales que sólo sopesaban las opciones más relevantes, descartando el resto. Se había conseguido dotarlas de una especie de intuición. Una intuición que desarrollan muy rápidamente, teniendo en cuenta que pueden estar practicando las 24 horas del día. Este salto cualitativo les estaba permitiendo superar al hombre en juegos como el Go, con un número de alternativas imposible de alcanzar a través de la fuerza bruta. 

Así pues, acometió la primera fase de la partida a pecho descubierto y reaccionando en tiempo real. Sin reservarse nada. Quería asegurarse de darlo todo.


Ella se presentaba clara y transparente como el agua. Sin ninguna doblez. Se estaban manifestando sólo los aspectos que él había reconocido como más familiares y la armonía entre los dos era evidente desde afuera. Jugaba fluido y sin esfuerzo mental, de manera intuitiva. Pero tenía claro que esto no iba a ser así de fácil. No todo podía ser sota, caballo y rey, como se dice en el argot. No tenía ninguna duda de que pronto emergerían esos aspectos  que anteriormente le habían intimidado y que lo harían sentir incómodo, pues no tenía claro si interpretaría bien esas señales confusas.

Y de repente ocurrió. Llevaba varias jugadas con una sutil y progresiva pérdida de control y ritmo hasta que ella, con una jugada magistral, le dejó parado en seco. El tiempo se le acababa y tenía que mover ficha. Por más que la mirara, no veía más que ambigüedad en esa cara de póker. Se encontraba ante el momento más determinante de la partida. Lo que llaman el crux.

No sabía a qué atenerse, la misma cara y múltiples explicaciones. Aquí los buenos descartan la mayoría de opciones rápidamente, gracias esa intuición desarrollada tras montones de partidas en sus manos. Pero él tenía muchas dudas, estaba perdiendo confianza en sí mismo y entrando en visión túnel. Se vio pequeño y a ella grande. Una gigante que lo iba a aplastar como a un gusano. ¡Cómo se había atrevido! Por momentos lo dio todo por perdido…

Estaba en ese punto donde sólo una delgada línea separa dos caminos que llevan a muy distintos lugares. La miraba y volvía a mirarla. Y justo antes de abandonarse, una posibilidad, una pequeña grieta en ese acorazado, se apareció ante él como algo alcanzable. No era una decisión para la que hubiese tenido que hacer cálculos y comparaciones. Era un ofrecimiento explícito. Una invitación que aceptó sin pensar. Un hilo del que tirar. Tiró de él y comprobó cómo se iba desenmarañando. Hasta que, finalmente, le sacó de aquel oscuro laberinto.

Recuperó el control en apenas cinco jugadas más. La partida aún no había acabado pero a ella ya no le quedaban buenas cartas. Él, que como cualquier jugador que se precie contaba cartas, lo sabía con bastante seguridad. Se relajó pero no se confió. Estaba todo en su mano. Lo único que necesitaba era mantener la calma.


Y le dio tiempo a escucharse. Una alegría recorría su cuerpo. Sólo hasta aquí ya todo el arduo camino merecía la pena. Este juego no era cuestión de un todo o nada, como siempre había creído. No era simplemente ganar o perder. Creía estar conociéndola a ella pero también había aprendido bastante sobre sí mismo. Puede que, en realidad, estuviese conociéndose a sí mismo a través de ella y ese curioso juego que los relacionaba. Y que el misterio no era acerca de ella, sino él. Él mismo era el misterio por resolver...

La partida ya estaba decidida, encarrilada, y ella era tan elegante que sólo oponía ya la resistencia justa para que él mantuviese la concentración. No iba a morir matando. Al contrario, en los momentos finales le tendió su alfombra roja mientras él llegaba a lo más alto. Y allí arriba, a su lado, le tendió la mano. Aquello no era una victoria, un paseo triunfal, ni un sometimiento. Era un abrazo, un guiño y un reconocimiento. La partida no había sido una lucha ni una guerra. No hubo celebración, sólo una placentera calma. Un nuevo estado de equilibrio se había alcanzado.


Minutos después, recogió todos sus bártulos y, antes de abandonar el antro, que había sido su hogar durante esas intensas semanas, sacó una pequeña libreta en la que apuntó el nombre de ella y a continuación, en letras mayúsculas, escribió un críptico mensaje que sólo unos pocos locos pueden entender: “A VISTA”

Y se dijo que ése sería su último enfrentamiento. No porque ya no quisiera volver a jugar, el siempre sería un jugador. Le apasionaba y eso nunca podría ni querría cambiarlo. Lo llevaba escrito en sus manos, sólo había que saber leerlo. Ése sería el último porque para él ya no tenía sentido seguir llamándolo así, enfrentamiento. 



 

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
AL PRIMERO QUE VA SUELEN LLAMARLO LOCO. EL SEGUNDO, SUEÑA CON SER ALGUNA VEZ EL PRIMERO. GABB MÄRTIN (1979-3979)