He aquí un pedazo emblemático de la historia de un guerrero
cualquiera. No se narran en él grandes gestas ni hazañas. Fue, sin embargo,
semilla de un poema épico que se hizo voz del pueblo por largo tiempo. Quizás por no representar más bandera que la suya
propia. O quizás por eso mismo, representaba la bandera de todos. Sea como
fuere, nunca faltaba audiencia que se lo
demandara a los rapsodas cuando se aparecían estos por bares, refugios y pies de vía.
No se conocía autor, ni si fue él mismo quien personificó al protagonista. Tampoco importaba. Puede que, en la intimidad del pensamiento, cada uno le hurtase ese papel mientras escuchaba.
De manera oral llegó hasta nuestros días, habitando en los lugares más guarecidos de la memoria. Esta es la primera vez que aparece escrito (o puede que la segunda).
No se conocía autor, ni si fue él mismo quien personificó al protagonista. Tampoco importaba. Puede que, en la intimidad del pensamiento, cada uno le hurtase ese papel mientras escuchaba.
De manera oral llegó hasta nuestros días, habitando en los lugares más guarecidos de la memoria. Esta es la primera vez que aparece escrito (o puede que la segunda).
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Tiempo llevaba el guerrero Harandolio vagando entre valles bajo la mirada de los dioses cuyos hados lo habían llevado al exilio. Andaba en busca de esa tierra prometida donde se cultivaba tranquilidad para el alma. Frecuentaba para su propósito un Santuario a los pies de Sierra Espuña, esculpido por Cronos, oculto al sol y pintado de vivos colores al antojo de Gea, diosa de la Tierra.
Aparecióse allí el mismísimo dios Apolo en forma de
la hermosa criatura Supertramp, de treinta metros de altura, y le dijo abalanzándose sobre él:
Tras el séptimo sol y poco antes de que el octavo se esconda tras el horizonte, ve junto a la ciudad de Mula, al lugar hasta donde entró el mar tras la Gran Tormenta y donde una gigantesca ola fue petrificada como recordatorio para el hombre del inmenso poder divino.
Tales eran sus designios y a ellos se sometió el guerrero.
Doce ninfas embrutecías partieron en travesía para que Eolo
liberase los vientos que custodiaba. Salieron estos enloquecidos y la vasta
caverna que los aprisionaba quedó en silencio. Se aceleró Tramontana tras pasar
entre los Pirineos y el Macizo Central y agitó la isla de Palma. Allí Neptuno,
con un simple pinchazo de su tridente, le hizo curvarse hacia el Oeste y la
convirtió en Levante. Se hallaba éste bien refrescado tras su largo recorrido
marítimo a merced de los efectos moderadores del Mediterráneo. Penetró en
tierra por Elche y fue eligiendo valles y sorteando sierras a través de la vega
baja del Segura, depositando humedad a su paso y apareciéndose corriente arriba
en la misma Rambla del Perea.
Reconoció Harandolio, en cuanto llegó, las señales divinas y
comprobó la bondad de Apolo. No se dejó llevar, sin embargo, por las
distracciones de la tentadora Euforia, oportunista monstruo de tres cabezas,
pues no estaba el camino hecho. Poco tardó en disolver las dudas que, durante
meses, le habían acosado pues sabía que los hados estaban de su parte.
Apareció, entonces, Cronos para detener el tiempo mientras Harandolio
conseguía, por fin, superar el duro último tramo que tantas veces había visto
recorrer con gran facilidad a la estirpe de los Titanes y que lo conduciría,
inexorablemente, hacia el lugar que había decorado sus sueños.
Ya más tarde y con la compañía de su viejo amigo Baco, podía
verse arder el fuego de Vulcano en sus ojos y su alma yacía, al fin, tranquila.
No se preguntaba durante cuánto tiempo permanecería allí, pues era sabedor de
los caprichos de los dioses. Bajo los efectos de aquellos vapores mágicos,
decidió que se dejaría acariciar la cara por los vientos mientras estos le
fueran favorables y recordó el punto rojo, del cual nunca antes se había
percatado, al pie de la inmensa ola.
Comentarios
Da gusto leer algo nuevo, fresco, diferente sobre lo que nos obsesiona.
Saludos